domingo, 19 de septiembre de 2010

Recuerdo

Si al pasar por esta vida
nada de ella mejoré,
no vale la pena que llores
en el día en que me iré.

Si aunque sea un poco,
un ratito, un día te alegré,
ya valió la pena
todo el resto que pasé.

Si así fuera, que ese
recuerdo de mi te queda,
no es con lágrimas de dolor
que quiero me recuerdes.

Volvé a ese momento, en
que mi cometido cumplí,
y en esa sonrisa alegre
presente yo estaré.

domingo, 5 de septiembre de 2010

Capitalizando experiencia: mis difuntos


La vida de una familia tiene hitos. Ettore Scola lo plasmó en forma excelente en su film, La famiglia, donde un Vittorio Gassman, desde joven recorría su vida y envejecía mientras la historia transcurría en el mismo departamento de la familia.

En ese transcurrir, familiares nos dejan, algunos, definitivamente. Según la edad que vamos teniendo cumplimos diversos roles, aumentando la participación en lo concerniente a la muerte a medida que envejecemos.
Así me fue ocurriendo, paulatinamente.
Mi abuelo paterno falleció en 1968, con 12 años, no participé en nada. En 1978 falleció mi abuela paterna y tuve que darle la noticia a mi padre que dormía. La muerte de mi abuelo materno me agarró navegando cerca de Oriente, por lo tanto me enteré por radio de su muerte.

Con mi abuela materna, estaba aquí, año 2001, ya más viejo, 45 años, las cosas cambian, los roles también.
Familia chica, único hijo de única hija, éramos 5 gatos locos. No hubo velorio, solo responso y cremación.

Ahí empieza mi parte. Las cenizas. ¿Qué hacemos con las cenizas de mi abuela? A Italia, no. ¿Enterrarlas? Tampoco. ¿Guardarlas en casa? Ni en pedo, ¿entonces? si de polvo fuimos y polvo somos, humedezcamos el polvo y unámonoslas a la Madre Naturaleza en la certeza de la Resurrección en Cristo, ¿qué mejor que arrojarlas al Río de la Plata?

Años de navegación y años de pertenecer a un tradicional club náutico, hicieron de mí el perfecto candidato para la tarea decidida. "¿Vos podés tirar las cenizas de la Mammina río adentro, no?", me preguntó por teléfono mi vieja.
Claro que podía y así fué que pedí una lancha en el Club para acometer la delicada misión.
Voy a casa de mis viejos a buscar las cenizas y me encuentro con una, hermosa y voluminosa, urna de madera con chapa identificatoria del deudo. Grande, pesada. Allá fuimos, la urna y yo, el día acordado, al Club.

En un gomón salimos al río hasta el km 2 o 3, fuera del canal, en aguas limpias, relativamente limpias, porque frente a Buenos Aires, ¿qué aguas pueden ser limpias? De todos modos, mi abuela no iba a padecer la contaminación imperante en el Río de la Plata.

Como siempre, en mayo, pese al otoñal casi veraniego día, la brisa, aguas afuera, era más intensa y fresquita de lo que se percibe en tierra. Salpicaba y estaba más fresco de lo pensado.
"¿Tà bien por acá, Don Pancho?" preguntó el marinero que tan amablemente me acompañaba a esta infausta tarea. "Dale un poquito más", con cierto resquemor y suposición de necesidad que un poco más lejos sería mas adecuado. Algunos minutos más a ruido de motor fuera de borda hasta que llegamos a un lugar considerado apto.

Recé para mí, una oración encomendándole las cenizas al Señor y al Río. Arrojé con decisión la urna al agua. Mi oración no debe haber sido muy entusiasta porque, ni el Señor, ni el Río se hicieron cargo de las cenizas de la abuela
La urna, lanzada con ímpetu, flotaba, lo más chota, en las amarronadas aguas del Río de la Plata, reflejándose el sol en la chapita de bronce identificatoria, ya que la hermeticidad de la caja no permitía su hundimiento.
Sin ningún cambio perceptible, mientras nos manteníamos navegando cerquita de la urna para ver cuando carajo se hundía, mi abuela seguía incólume, pese a ser ceniza, aferrada a quedarse en este mundo, como lo hizo hasta los 96 años.

Así era, la puta urna, hermética y con reserva de flotabilidad, seguía ahí, flotando. Ahora, ¿qué mierda hago?
"Acercate", le digo al marinero, ¿Tenés un destornillador? Por suerte lo tenía. Cazo la urna, la meto arriba del gomón, y, por supuesto con un destornillador absolutamente inapropiado, abro un poco la tapa para que entre agua y, lógicamente, se hunda.
Logrado que hube, extraer un poco la tapa, hundo con mis dos manitas la urna en el agua, sin largarla, esperando que no largue burbuja alguna, signo inequívoco de que el agua desplazó al, en este caso, inadecuado aire.
Verificado tal hecho, suelto a la bellaca urna con el fin de no verla nunca más.
Así fue como comprobé que el peso específico de las cenizas es menor a uno. Ergo, la puta urna, seguía flotando.
Ya con frío, con poca paciencia, (de siempre ésto y, todo mi cabronaje, que algunos achacan a mi pertenencia al signo de Escorpio y otros a que soy cabrón, nomás, sin transferir culpas, ni razones), buscaba un hacha para reventar a esa urna hija de puta y sus cenizas que seguían flotando.

Sin intención de emular a una emblemática escena del cine mundial como es la del esparcimiento de las cenizas de "El gran Lebowski", buscaba afanosamente algo con que cortar el muy resistente plástico que contenía las cenizas de mi querida, y aferrada a este mundo, abuela.
A falta de cuchillo, buenos son destornilladores y, al mejor estilo, clavé innumerables veces, en mi desesperación, la bolsa maldita hasta abrir una gran abertura.
Así fue como poniéndome a sotavento y con la bolsa agarrada de la punta, siempre bajo la superficie, las cenizas de mi abuela se dispersaron en las aguas del Río de la Plata. Gracias a Dios: misión cumplida.

Años después, fallece mi suegro. Hombre por demás considerado, no jodió en vida, mucho menos muerto. En fin, una línea de conducta más allá de esta vida.
Claro, dijo, "a mi al horno y las cenizas al río, ¿si? Don´t worry, tu voluntad será cumplida.

Cuando le llegó su hora de encontrarse con el Señor, como mi cuñado es médico y se encargó prácticamente de todo en la convalecencia e internación de su padre, me encargué del resto de los trámites junto con mi cuñada, la menor.

Así fue, que en esa noche de Junio, los dos fuimos a la cochería a disponer lo necesario para la cremación.Luego de los trámites de rigor pasamos a la elección de, justamente, la urna. Consciente de la clara consigna, empieza la exhibición del siniestro catálogo, como si unas vez finados nos fuéramos a dar cuenta de donde estamos metidos.
Allí fue que empezamos a ver, una selecta muestra de urnas, de madera, grandes, del mismo tipo que la de mi abuela. Terror, dos veces la misma joda, no. ¿Ésta? No, ésa no. Buscamos algo... más... ¿elegante? No, para nada. Claro, si sos vendedor querés ofrecer lo premium, lo selecto, más en un momento como este de gran pérdida que se supone que estás con las defensas bajas. Dale que te va con las urnas de madera, hasta que en mi desesperación veo algo parecido a una urna funeraria de un material calcáreo, casi, símil piedra, tirado abajo de algún estante ocupado por un cajón. "Esa, esa de ahí, ¿es una urna?. "¿Ésta? Mitad tono de sorpresa, mitad de desprecio. "Sí, esa, ¿la puedo levantar? Así con esfuerzo y, satisfecho por su pronunciado peso, le contesté sin dudar. "Si, ésta."

Así fue que mi cuñado, cuando llevamos las cenizas al río me dijo: "¿Sabés? Apenas entré con las manos al agua, se fué enseguida al fondo, sin esfuerzo".

Si eso no es capitalizar experiencia, no sé que es.